Blog de Armando (La bruma)

Viajes cerebrales y poesia (work in progress)

domingo, diciembre 06, 2009

EL ESTRENO



Fue una noche espectacular. Esperada por todos y, por fin, había llegado.

Entramos al gran estreno; todo el mudo sonriente y bien vestido. Compramos los chocolates y las palomitas, alguno que otro gastó su dinero en Donuts o Hot–dogs.

Nosotros, con María, solamente estábamos preocupados de encontrar una buena ubicación.

Esperamos varios interminables minutos hasta que la música comenzó a sonar y las luces fueron perdiendo intensidad, hasta que sólo quedó la luz de la enorme pantalla, que ahora cubría todo el horizonte.

Los colores llenaron el espacio con holgura mientras las notas musicales brotaban en total condescendencia con las nacientes imágenes.

Ahí estaba Humprey Bogart y Bruce Willis, distendidos en una brumosa cantina, entre hombres rudos y mujeres de mala vida. De pronto, Harrison Ford, entró batiendo un gran látigo atacando a Bogart, pero no contaba con la rapidez de Willis y la vertiginosa acción de Errol Flint, gran espadachín, con lo cual la riña tomó ribetes, realmente, increíbles; mientras las sensuales mujeres de los caballeros que peleaban: Sofía Loren, Vivian Leight y Samantha Cordobés, cubrían sus hermosos rostros, víctimas del miedo de ver a sus amados en tan mortal gresca.

María, tomó mi brazo.

– Necesito algo de beber – dijo –, pero no te preocupes. Esperaremos a que venga una parte lenta y vas.

Nunca hubo una parte lenta en la película.

Los diálogos eran absorbentes, bien hilvanados; muchas veces cargados de un insipiente, pero inteligente, sarcasmo.

Las dos horas y media transcurrieron mucho más rápido de lo que mi mente hubiese creído normal.

Vimos morir a Ford y a Bogart. En una escena repleta de valor y realismo. A Flint, llorando la muerte de su ex amada Sara, que la interpretaba magistralmente Julia Roberts, de una manera casi imposible.

El final, sublime. La declaración final de Orson Welles en contra del ya agonizante bandido, interpretado sólidamente por Steve Macqueen.

Las luces se encendieron de repente, casi insultantes a aquel estado de emociones al que nos habíamos sumergido hasta lo más profundo. Nos bajamos de la Cama–butaca, no sin cierta dificultad. Salimos lentamente y María compró dos Coca–colas. Tomó mi brazo y nos fuimos comentando la película calle arriba.

Las lunas estaban llenas y el cielo mostraba las escasas estrellas que teníamos sobre nosotros. Realmente era una noche maravillosa. Y estar junto a María era lo mejor que me podía suceder.

Al llegar al parque, el cual estaba en frente al lugar de María, la besé largamente – casi como la había hecho Julia Roberts y Errol Flint en una escena magistral de la película –, sentí su aliento tan real como su delgado y frágil cuerpo, que en un momento lo creí casi como la pieza que faltaba para completar un gran nuevo ser.

– Te quiero – me dijo.

– Y yo a ti – contesté, mientras le sonreía, con esa sonrisa que siempre le había entregado al despedirnos.

Caminamos lentamente hasta la entrada. Abrió con cuidado la gruesa puerta de roble y entró.

Ahí estaba Freddy Krugger, el cual la tomó furiosamente, sacándola de mi lado. No tuve miedo.

Para el estreno anterior había sido La Momia quien salvajemente había partido en dos a mi amada María.

Corrí, como siempre, hacia la plaza, sabiendo que en cualquier momento un hombre lobo, un zombi, un vampiro, o cualquier otro monstruo tomaría toda mi vida y me enviaría a los tenebrosos archivos una vez más.

No sucedió nunca.

Algo falló. Y hasta hoy no he logrado saber que ha sido.

Estoy solo, aquí en un lugar sin cielo ni tierra, ni ruido, ni otros como yo. Esperando y esperando ese nuevo estreno, que haga que mi vida y la de María fluyan de nuevo en este lugar.

Aunque sea, sólo, por algo más de dos horas y media.

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